jueves, 7 de marzo de 2019

Un buen consejo

                             Mister Fred era un inglés emprendedor. En 1936 le propusieron ir a Malasia a encargarse de una enorme plantación de caucho, producto que ya en ésa época era sumamente importante, y que luego lo sería más. Hoy en día sería muy raro enviar al otro extremo del mundo a un hombre joven que no hablaba una el malayo, y que no tenía conocimiento el Oriente en absoluto, para que se encargue de miles de acres de plantación y una gran mano de obra malaya y china...Pero en esos eran los días del Imperio, donde eso era totalmente normal.
                           De esa forma, Mister Fred hizo las maletas, se despidió de sus padres y de una novia que tenía, y embarcó hacia Singapur. Aprendió malayo, los entresijos de la gestión de una hacienda y de la producción de caucho, y dirigió la propiedad durante cinco años. Todos los días le escribía una carta de amor a su novia, y ella le respondía. Y el siguiente transatlántico de Inglaterra  a Singapur llevaría la remesa de cartas de toda la semana, las cuales llegaban a la hacienda por río en la barcaza semanal.
                         La vida era solitaria, aislada, y sólo rompía esa rutina el viaje en moto al sur a través de la jungla infestada de animales hostiles, hasta la carretera general, donde cruzaba la calzada elevada y llegaba a una pequeña ciudad donde disfrutaba de una velada social en el club de hacendados. La hacienda que dirigía Fred era una inmensa extensión de gomeros plantados en líneas paralelas y rodeados de jungla, donde habitaban tigres, panteras negras y la muy temida hamadríade o cobra Real. Fred no tenía coche porque el camino hasta la carretera principal, unos 15 kilómetros a través de la jungla, era un sendero estrecho y sinuoso de grava de laterita roja, de modo que iba en moto.
                        Luego estaba el poblado, sencillo y pobre, en el que vivían los obreros chinos con sus esposas y familias. Y, como en cualquier pueblo, había algún que otro artesano, un carnicero, un panadero, un herrero y demás...
                      Fred esperó pacientemente cuatro años en aquellas difíciles condiciones, hasta que fue evidente que no había futuro en aquella plantación. El valor del caucho se había desplomado y todavía no había empezado el rearme europeo, pero los nuevos productos sintéticos acaparaban el mercado. Los gobiernos y las compañías pidieron entonces a los directores de plantaciones, que se rebajaran el sueldo un veinte por ciento como condición para conservar el puesto, y en el caso de los solteros, debían elegir entre enviar a buscar a sus prometidas o volver a Inglaterra.
                    Una noche que meditaba en su situación tan delicada, su sirviente lo interrumpió con una petición:
                  - Amo Fred, afuera está el carpintero del poblado. Le ruega que salga.
                   Por regla general, la rutina de Fred era levantarse a las cinco am, recorrer la hacienda durante dos horas y luego sentarse en la galería para celebrar la recepción matinal, en la que atendía peticiones y quejas o dirimía disputas. Como madrugaba tanto, se acostaba a las nueve de la noche y la petición se hizo a las 10. Estuvo a punto de decir:"Por la mañana" cuando pensó que, si no podía esperar, quizás se tratase de algo grave...y dijo:
                - Que pase.
              El sirviente titubeó:
               - No quiere entrar, Amo. No es digno...
                Fred se levantó, abrió la puerta mosquitera y salió al portal. Afuera, la noche tropical era como un cálido terciopelo y los enormes mosquitos, voraces. En un remanso de luz delante de la galería, se encontraba un menudo hombre, de enigmático rostro, que se notaba tenso y angustiado. Era el carpintero, un japonés, el único que había en el poblado, y Fred sabía que tenía esposa e hijos y que no se relacionaba con nadie. El hombre hizo una profunda reverencia.
              - Es mi hijo, Máster. El niño está muy enfermo. Sufre mucho y temo por su vida.
              Fred pidió unas linternas y fueron al pueblo. El niño tenía unos diez años y sufría fuertes dolores de estómago. Su atribulada madre, estaba en cuclillas en un rincón. Fred no era médico, ni siquiera paramédico, pero gracias a un curso  obligatorio de primeros auxilios, y unos cuantos libros de medicina poseía los conocimientos necesarios para reconocer una apendicitis aguda. Reinaba la más absoluta oscuridad, y era casi medianoche. El hospital de la ciudad más cercana se hallaba a 100 km de distancia, pero Fred sabía que si la apendicitis derivaba en una peritonitis, resultaría mortal, por lo que pidió que le llevaran la moto con el tanque lleno, y le dijo al japonés que amarrara al niño con la faja de su esposa a su espalda, y a continuación se puso en marcha. El trayecto fue infernal, pues todos los depredadores acechan de noche. Fred tardó casi una hora en llegar a la carretera principal por el sendero lleno de baches...
                  Estaba a punto de romper el alba, horas después, cuando entró en el patio del hsopital de la ciudad, y pidió a gritos que alguien lo ayudara. Apareció el personal de enfermaría y se llevaron al niño en camilla. Por suerte, un médico británico salía de su turno de noche, pero al echar un vistazo al niño y lo trasladó de inmediato al quirófano.
                  Más tarde, luego de operar al niño, el doctor se reunió con Fred y le dijo que había llegado justo a tiempo, pues el apéndice había estado a punto de reventar con resultados letales, pero que el niño viviría.
                  Luego de repostar combustible, Fred regresó a la plantación para tranquilizar a los padres, los cuales, como asiáticos al fin, estaban impasibles pero ojerosos, y en pocas horas, se puso al día en el trabajo atrasado.
                  Cuatro días más tarde, el carpintero japonés apareció de nuevo, esta vez a plena luz del día, y esperó a Fred cuando volvía del almacén de látex para cenar. El hombre mantuvo la cabeza gacha mientras hablaba:
                  - Máster, mi hijo vivirá. En mi cultura, cuando un hombre debe a otro lo que yo le debo a usted, tiene que ofrecerle lo más valios que posee. Pero yo soy pobre y no tengo nada que ofrecerle, salvo una cosa: Un CONSEJO.- Entonces levantó la cabeza y mirando a Fred fijamente a la cara, le dijo: - Váyase de Malasia, Máster. Si aprecia su vida, váyase de Malasia...y dando la vuelta, se marchó.
                 Eran los primeros días del año 1941, y Fred sabía que algo grave estaba pasando en Malasia y en todo el sudeste asiático, y acertadamente, tomó la sabia decisión de seguir el consejo del carpintero japonés, y regresó a Inglaterra renunciando el empleo en Malasia...
                 Unos meses más tarde, el Imperio japonés atacó por todos los frentes en Malasia, gracias a la gran cantidad de espías que había distribuido por todo su territorio, uno de los cuales, era el humilde carpintero japonés. Fred supo años más tarde, que todos sus amigos ingleses y de otras nacionalidades europeas que había en Malasia, habían sido asesinados por las tropas japonesas...

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